miércoles, 16 de abril de 2008

el chico del mercedes

A Luís no le gustaba ser mecánico. Sin embargo, nunca le había gustado estudiar y en cuanto finalizó la enseñanza obligatoria decidió dejar los estudios y ponerse a trabajar. Esto no fue tarea fácil, puesto que tampoco le agradaba en exceso tener que levantarse a una hora determinada, cumplir unos horarios, atender unas obligaciones... de tal manera que fue dando tumbos hasta que se encontró con 20 años, sin trabajo, sin estudios y sin un euro en el bolsillo con el que costearse las fiestas a las que era propicio a asistir los fines de semana. Las fiestas para Luís eran sagradas, eso y los tíos. No había tenido ninguna relación seria y no la quería en absoluto, ya que prefería cambiar de partenere sexual cada noche de fiesta e incluso había noches en las que le tocaba repartirse entre dos chicos. Pero ése no era ningún problema para él, si había algo que le gustaba a Luís era tener el cuerpo de un hombre desnudo y con el miembro viril bien erguido entre sus brazos.
Sin embargo, la falta de dinero, un dinero muy necesario en el ritmo de vida que tenía que soportar Luís, le obligó a tener que solicitar un puesto de trabajo a un familiar que tenía un taller de reparación de vehículos de automoción.
Lógicamente, precedido por su fama, al chico le fue muy difícil convencer en un principio a su familiar para que le aceptara, pero tras la intervención en la negociación de la madre del muchacho, no hubo ningún problema para que Luís se incorporara a la plantilla del taller, en calidadde ayudante.

Había que ver a Luís, un chico de tez y cabellos morenos, de 1,80 m de estatura y unos 65 kilos de peso, fibrado, con abdominales marcadas a costa de pasar tardes de ocio en el gimnasio, lucir el mono de mecánico. Aquello sí era ir provocando al personal. Las chicas que pasaban por la puerta del taller se detenían nada más que para mirarlo a él; verle cómo salía de debajo del coche, limpiándose las manos de grasa con un trapo, y levantándose con una agilidad innata, para detenerse después y encenderse un pitillo. Aquello era sensualidad en movimiento. Pero a él las chicas que se detenían le causaban indiferencia, él lo que deseaba era que llegara el fin de semana para dedicarse a lo suyo, para ir a los lugares donde se movía como pez en el agua y ligarse en cinco segundos de mirada y sonrisa intensa al tío más guapo que hubiera allí.
Así era Luís, pero pasaba de salir del armario. Él era feliz con su forma de vivir y no le importaba en absoluto si las vecinas criticaban detrás de la puerta a su paso o le iban con cuentos y cotilleos a su madre. Él era el rey del mambo, los mejores paquetes de la ciudad habían pasado por sus manos y su trasero era ansiado en secreto por medio vecindario que se moría de ganas de tenerlo bien apretado en las palmas de sus manos.

Y todo transcurría así, con monotonía, entre bidones y latas de aceite, gasolina, herramientas y recambios, hasta que llegaba el fin de semana y esa monotonía se convertía en desenfreno y frenesí. Sin embargo, Luís no sabía que lo que pasaría aquella mañana de septiembre, le haría sentirse de una forma totalmente nueva para él y que nunca había experimentado.

Estaba fumando el pitillo de la hora del almuerzo, cuando llegó un nuevo cliente con un Mercedes al que le habían abollado el parachoques delantero y tenía un faro totalmente roto. En principio, todo hubiera seguido su curso normal, es decir, el cliente hubiera introducido en vehículo en el taller, el encargado hubiera tomado los datos, realizado un cálculo aproximado de los daños y un presupuesto aproximativo y, cuando hubiera correspondido se habría procedido a la reparación del vehículo. Pero aquella vez fue distinto. Luís apagaba la colilla en su bota, cuando alzó la vista y observó al dueño del vehículo. El tiempo se paró en aquel momento para él.
El hombre que traía el coche debía de tener unos 32 años, rubio, con un peinado informal pero elegante, gafas de sol, una piel bien bronceada por efecto de los rayos UVA, y un traje de chaqueta y pantalón de color beige claro, que en la zona de los glúteos apretaba algo más de lo normal, dejando a la imaginación el asunto de adivinar, por detrás, un culo bien formado y apretado y, por delante, un paquete como pocos había visto Luís. Se podía percibir perfectamente hasta donde llegaba el extremo de la polla de aquel tío y lo grandes que eran sus huevos. Instantáneamente, Luís sintió un calor asfixiante y un deseo irrefrenable de lanzarse de rodillas a aquel Dios bajado del Olimpo y dar buena cuenta de aquel miembro, que a él se le antojaba bien sabroso y ansioso por entrar en su boca.

Se adelantó al encargado y, sudando por el aumento de temperatura, quiso él hacerse cargo de los datos del conductor, cosa que el encargado tomó como iniciativa. El hombre no se mostró en ningún momento pendiente de Luís y él se sentía un poco decepcionado y dividido entre el deseo de abrir la bragueta de aquel tipo y darse un festín y el comportarse correctamente allí, delante de sus compañeros de trabajo. Optó, irremisiblemente por esta última opción, aunque sabedor de que disponía de sus datos en el albarán y dispuesto a hacer uso de ellos a la menor oportunidad que se le presentase.
Atrás quedaban los chicos que se ligaba en la discoteca y que parecían simples alfeñiques al lado de aquel Adonis imperioso y celestial. Su polla palpitaba a cada latido de su corazón y creía que le iba a reventar dentro del mono de trabajo, pero logró contenerse.

Cuando el dueño del Mercedes salía para marcharse, Luís lo acompañó hasta la puerta del taller y allí, al darle su mano y notar esa fuerza y esa virilidad que rezumaba por todos los poros aquel tipo, notó que el hombre le pasaba algo parecido a una nota en un papel y él la guardó en un acto reflejo en el bolsillo. El hombre se marchó y Luís, que parecía todavía un poco alelado se dispuso a descubrir qué era aquello que le había entregado el hombre misterioso del traje.
Lo abrió nervioso, casi sin atinar y descubrió unas señas, nada más, una dirección y… detrás una hora, las 19:30. Luís supo instintivamente lo que debía hacer. Cuando terminó su horario laboral marchó a casa, se duchó, se vistió con aires modernos pero también algo elegante y se puso perfume. Se había puesto su traje de faena y salía de cacería. Esa noche Luís viviría la mejor noche de pasión que había vivido en sus 20 años.

La dirección le llevó a las afueras y lo prefirió. Cuando dio con la calle y el número descubrió un moderno chalet de tres plantas, equipado con la última tecnología en seguridad. Llamó al videófono y le sorprendió ver que atendía la llamada el mismo tipo del taller, ataviado con un batín que parecía de seda, en colores verdes y pardos y le abrió la puerta con total cordialidad y como si Luís viniera a visitar a un amigo de toda la vida. Al entrar, pudo observar que el nombre de su anfitrión era Adrián, pues lo leyó en la placa de la puerta. Una vez dentro, observó una casa lujosa, aunque austera en su decoración, más bien tirando a oriental, aunque combinada con detalles mucho más occidentales. Avanzó hasta lo que le pareció un salón y allí, sentado en el sofá, con la pierna cruzada de tal manera que dejaba apenas entrever que no llevaba ropa interior y dos vasos de whisky con hielo, uno en cada mano, le esperaba el hombre que le haría vivir unas horas extremadamente ardientes a Luís.

Adrián tomó por la muñeca al muchacho y le hizo sentarse a su lado en el sofá. Él también se sentía muy excitado y algo ahí abajo empezaba a dar muestras de ello, levantando ligeramente la tela de la bata en esa zona.
Luís no podía esperar más, la situación le ponía tanto que decidió no esperar más. Se tomó el whisky de un trago y se lanzó a besar a Adrián.
Los labios ardientes de ambos se unieron en un largo beso, mientras sus lenguas jugaban y tonteaban en sus bocas. A este beso apasionado le siguió otro y luego otro, hasta que Adrián cedió ante el ímpetu de Luís y se dejó caer hacia atrás, de tal manera que quedaron tumbados uno sobre el otro.
Los besos en la boca continuaron con otros, por parte de Luís, en el cuello de Adrián, que notaba la presión que ejercía sobre sí la polla erguida del joven. Aquellos besos, aquellos mordiscos suaves y cortos en su cuello, excitaban de tal manera a Adrián que sintió un escalofrío en todo su cuerpo y no podía evitar unos pequeños gemidos de placer.
Luís tiró del cinturón de la bata y éste cedió suavemente. En unos segundos, Adrián se encontraba totalmente desnudo y a merced de su captor, aunque provisto de un buen arma de defensa.
Luís fue bajando y besó el pecho de Adrián, sus pezones, los mordió, bajó por su abdomen, al ombligo, y cuando llegó al punto clave no pudo evitar proferir una exclamación de asombro al comprobar que su amante estaba enormemente dotado. No tardó en abrir la boca y meterse aquella polla que pedía a gritos que la mojaran bien con saliva. Luís lamía la polla con su lengua, despacio, arriba y abajo, luego más rápido. Se metió los huevos de Adrián en la boca, los lamió, los besó. No quería nunca más separarse de aquella polla que le iba a hacer tan feliz.
La lubricó bien con su saliva y contempló que era tan grande que no le cabía entera en la boca. Luís pajeaba a su compañero con los labios, imprimiendo más ritmo a intervalos y provocando en Adrián un placer que éste demostraba retorciéndose de gusto y que delataba un hilillo de baba que le caía por la comisura de los labios.

Adrián se levantó de golpe y como un animal en celo arrancó literalmente la camiseta de Luís y le quitó los pantalones, dejándole nada más el slip. El chico quedó de pie y el otro sentado. Adrián admiró el cuerpo del muchacho y sintió un deseo que no podía, que no quería, frenar. Luís tenía un cuerpo perfecto, bien fibrado, marcando músculo pero sin exagerar, y el slip revelaba que también iba bien servido.
Sin pensárselo, Adrián comenzó a morder la verga del muchacho sin quitarle el slip, mientras le pellizcaba los pezones con los dedos. Luís sintió que la adrenalina fluía por todo su cuerpo y se quitó el slip, dejando a la vista su hermosa y gran polla, que Adrián se metió inmediatamente en la boca, dispuesto a comérsela entera. Cómo le gustaba tragarse la polla de aquel chico que estaba tan bueno. Su capullo rosado le incitaba a pasarle la lengua y él lo hacía sin detenerse, una y otra vez, encogiendo a Luís del gustazo.

De repente, Adrián se levantó y llevó a Luís a la alfombra blanca que presidía el salón. Allí se tumbaron los dos, ambos con la verga bien erguida y dura y se colocaron de tal manera que ambos podían comerse la polla del otro, sintiendo el placer más inmenso e intenso que se puede sentir. Estaban hambrientos, querían comer polla y no se hartarían jamás. Al rato, Luís se puso en pie y Adrián, de rodillas, tomó el culo del muchacho y, separando las nalgas con las manos, introdujo la lengua en aquel escondido agujerito que muy pocos habían podido disfrutar.
Mientras Luís se pajeaba, Adrián fue trabajándole el culo, ensalivándolo bien y primero introduciendo un dedo, luego otro, para finalmente poner al chico a cuatro patas y hacerlo suyo totalmente. Tuvo que entrar en el culo del chico muy despacio, debido principalmente al tamaño de su verga. Pero una vez que lo penetró, el culo hambriento del chico recibió la polla hasta el fondo. En aquel dilatado agujero le cabían hasta los cojones. Empezó de manera suave y siguió con un ritmo más rápido, empujando con fuerza hacia dentro, tomando y haciendo suyo el cuerpo del muchacho, fundiéndose ambos en un solo cuerpo, un placer compartido.
Mientras sentía la enorme polla de Adrián en su interior, Luís se pajeaba enérgicamente. En un momento determinado, Adrián sintió que no aguantaría mucho más y sacó su polla del culo de Luís, le hizo arrodillarse y se corrió en la cara del chico, que sintió un gusto inconmensurable al notar la leche caliente del hombre correrle por las mejillas para acabar en su boca, relamiendo aquel néctar reservado sólo a los dioses.
Una vez terminado, Adrián se puso de rodillas y, poniendo de pie a Luís, se metió su polla en la boca y le pajeó y le acarició hasta que el muchacho se estremeció de arriba a abajo y vació su cargamento lechoso en el interior de la boca de Adrián, que quiso tragarse hasta la última gota.

Ambos, tras haber gozado como nunca, se unieron en un abrazo y se quedaron dormidos en la alfombra blanca, en la que resaltaba aún más su piel morena.
Pasadas unas horas, Luís abrió los ojos y se giró para volver a abrazar a su adorado amante. Sin embargo, se llevó una desagradable sorpresa al comprobar que no había nadie a su lado. Todo estaba oscuro y se sintió un poco desorientado. Intentó levantarse y se dio cuenta de que se hallaba vestido. Se incorporó y buscó a tientas un interruptor que encontró en un lugar que le resultó familiar. Encendió la luz y lo que descubrió le pareció tan absurdo que no podía dar crédito. Estaba en su habitación, en su casa, en pijama. Un sentimiento extraño de desasosiego y confusión le embargó. Miró el despertador, marcaba las 4:30 de la mañana. Volvió a sentarse en la cama y empezó a pensar. ¿Qué había pasado? ¿Lo había soñado? ¡Era imposible! Fue a tumbarse de nuevo y entonces se dio cuenta de que algo debajo de la almohada asomaba por un filo. Era un pequeño papel, como una tarjeta, con una dirección y detrás una hora: las 19:30